domingo, 13 de agosto de 2017

SOLO UN DÍA NORMAL

Hoy voy a matar a mi padre.

Mi cuerpo descansa en la cama mientras envejece. Cada segundo que pasa, cada décima de segundo, mis órganos, mi piel y mis huesos pierden vida, de una forma lenta y pausada, para que no me percate, para que no lo perciba y me olvide del paso del tiempo causándome gran estupor cuando observo las fotografías y los vídeos de hace solo un par de años y me miro. Parece que han pasado siglos. Aún durmiendo, la maquinaria que maneja mi envoltorio se desgasta inevitablemente, corre desaforadamente hacia un fin que no es un fin sino un momento más de la madre naturaleza.
Mi mente fluye dispersa serpenteando por la línea del sueño y la consciencia, como toda la noche, como todas las noches, sin permitirme un minuto de verdadero descanso. Exactamente dos segundos antes de las cinco de la mañana, los engranajes de la parte posterior de mi córtex cerebral arrancan avisando mediante un sonido imaginario que bien podría parecer el de una máquina infernal de principios del siglo XX en el preciso instante en que algún desgraciado aprieta el botón que la pone en funcionamiento.
Justo después, la alarma suena confirmando que es el momento de sacar los pies de la maraña de sábanas minuciosamente engendrado durante las últimas cuatro horas. Por un acto reflejo acerco la mano y pongo fin al incesante martilleo del sonido con el que despierto todos los días. No me cuesta trabajo salir de la cama. Por lo general es algo que hago sin demasiada pereza aunque tampoco me entusiasma a decir verdad. Desde que mi esposa y mi hija murieron en ese maldito accidente de tráfico hace ya casi un año, la alarma suena a las cinco de la mañana, como aquel día. No podría soportar la idea de despertar a otra hora distinta de las cinco de la mañana. Sería como pasar página, como dejar desvanecer mi recuerdo de ellas. Cumplir con el ritual es como tratar de retener un momento anterior al fatal desenlace, como volver al pasado, al momento en que las cosas iban bien, o no tan bien, pero reinaba la normalidad y existía la posibilidad de que una pequeña decisión, un pequeño cambio en los planes o un retraso de segundos en nuestros actos hubiera impedido que las cosas se sucedieran como se sucedieron.
Tengo cincuenta y cinco años y mi cuerpo ya no obedece las órdenes de mi cerebro como antes. Cuando me incorporo y pongo los pies en el suelo, necesito unos segundos para que todas mis extremidades tomen consciencia de sus raíces y se dispongan a funcionar un día más, otra vez. Mientras esto ocurre percibo que tanto las sábanas como mi cuello y espalda se encuentran literalmente empapados por el sudor expulsado a través de mis poros durante las largas horas de infernal descanso. Por la almohada y mi cabello fluyen regueros de sudor frío que terminan salpicando sobre mis hombros y piernas. Este es el momento del día en que pienso que debo cambiar urgentemente las sábanas de la cama y la funda del colchón para poner la lavadora a trabajar. El momento se prolonga durante unas décimas de segundo y no vuelve a repetirse hasta el día siguiente a la misma hora, como todos los días.
Cuando consigo recobrar la estabilidad sentado en el borde de la cama enciendo la lámpara de la mesita de noche y estiro el brazo hasta coger el móvil. Tengo un WhatsApp de mi padre.

“Vendrás esta noche ¿verdad?”

El mensaje me lo ha enviado hace una hora y media. Posiblemente duerma menos que yo y seguro que en peores condiciones. No le voy a contestar aún. Tendré que pensar la respuesta durante la ducha.
Cuando aprendí a ducharme solo, a los ocho o nueve años, o al menos, cuando mi madre empezó a permitir que me duchara solo, al principio bajo vigilancia por si me dejaba recovecos de mi cuerpo sin enjabonar como sobacos o tobillos, lo hacía con brío aunque con torpeza, era toda una experiencia, un momento en el que sentirme orgulloso de mi progreso como persona. Dos o tres años más tarde, el hastío empezó a apoderarse de mí y la ducha no era más que un trámite obligatorio con el que cumplir. En ocasiones simplemente abría el grifo y vertía el agua sobre mi cuerpo durante una eternidad, siempre sentado en la bañera, pensativo. Ahora se repite la historia y vuelvo a acomodarme todas las mañanas sentado en el fondo de la bañera dejando caer agua muy caliente sobre mi piel, con la mente centrada en Sonia, mi hija, mi hijita que ya no está.
El momento de la ducha es el momento del recuerdo. Lo cierto es que me atormenta este instante que se repite todos los días a las cinco y cuarto de la mañana. Lo único que busco inconscientemente con ello es hurgar día a día en mis heridas y en mis errores ahondando si cabe aún más en mi dolor. Siempre viene directo a mis pensamientos el mismo recuerdo. Sin embargo me desnudo y me meto en la bañera, abro el agua caliente y me sumerjo en el pasado esperando con ilusión poder encontrarme con su respiración y su imagen. Necesito que no desaparezca con el tiempo.

Cuando a pesar de que precisamente al día siguiente de firmar junto a mi esposa la compra-venta de nuestra primera vivienda, un piso de 290.000 euros en la calle San Jacinto, en el barrio sevillano de Triana, los jefazos del estudio de arquitectura en el que trabajaba me invitaron amablemente a abandonar mi puesto para que lo ocupase la sobrina de uno de ellos, la verdad es que no me vine abajo. Yo era joven entonces y si había algo que me caracterizaba era mi vitalidad, mi optimismo y mis ganas de cumplir sueños. Nuestro nuevo piso era grande y pude permitirme utilizar una de las habitaciones como estudio improvisado para la nueva aventura de trabajar como autónomo. Todo este proceso me parecía excitante. Mis primeras semanas como arquitecto independiente las dediqué a hacer visitas, contactar con conocidos y antiguos clientes del estudio que se deshizo de mí y en definitiva, buscar promotores que me procurasen el trabajo necesario para salir adelante. En un mes y medio ya tenía tres encargos y poco después otros cinco.
Sonia, que contaba con tres años y medio por aquel entonces, comenzó a darse cuenta de que yo pasaba mucho tiempo en casa, trabajando en el dormitorio del final del pasillo y esto le fascinaba; así que se pasaba las tardes enteras jugando, dibujando y bailando a mis pies. Yo andaba muy concentrado en los proyectos y aunque me agradaba sumamente que mi hija disfrutara de mi presencia, lo cierto es que me distraía y me retrasaba consiguiendo con ello que las entregas de los proyectos se demorasen más de lo que los clientes estaban dispuestos a permitir. Decidí por ello instalar una cerradura en la puerta del pequeño dormitorio de modo que cuando me encerraba a trabajar, Sonia no podía entrar y distraerme. Curiosamente, para ella esto no supuso ningún revés y lejos de disgustarse o abandonar en el intento de acercarse a mí, lo que hizo fue instalar su lugar de juegos en el fondo del pasillo, junto a la puerta del estudio. Mientras yo trabajaba, ella bailaba, jugaba y dibujaba en el suelo para después pasar sus obras bajo la puerta. Yo la escuchaba y a veces me daban ataques de risa que trataba de disimular para que no me escuchase. La idea era hacerle creer que yo no estaba ahí, aunque no funcionaba. Otras veces me ponía muy nervioso escucharla llamándome una y otra vez; papá, papá, papá. Casi conseguía que finalmente abriera la puerta para abrazarla y besarla y lo dejara todo para jugar con ella.
Pero nunca lo hice. Me propuse un horario de trabajo y lo cumplía a rajatabla. Nada me podía distraer de mis ambiciones.
Su respiración, su voz al hablar, al cantar, al llamarme, sus ataques de tos, sus estornudos, sus golpecitos en la puerta. Sonaba todo muy dramático con la reverberación que se formaba en el fondo del pasillo.


Sus dibujos pasando bajo la puerta. El sonido de sus dedos empujando sus dibujos. Su respiración.

No hay comentarios:

Publicar un comentario